La música: “Stardust” de Nat King Cole
En casa hemos sido bastante juancarlistas toda la vida, así que ahora andamos un tanto de capa caída. Permitidme, entonces, que busque consuelo en (paradojas de la vida) el paraíso del republicanis
Seguro que son figuraciones mías, pero tengo la sensación de que a los estadounidenses eso de la aristocracia les da cierto morbillo. Igual tiene algo que ver que la princesa más guapa de la historia de la humanidad viniera de allí. En todo caso, decidme: si no, ¿por qué se han hinchado a conceder imaginarios títulos nobiliarios a tantas de sus estrellas del jazz?
Veamos. Billie Holiday hubo de conformarse con “Lady Day”, recompensa a todas luces insuficiente en vista de sus méritos, pero reconozcamos que coqueteó con el lado salvaje de la vida bastante más de lo conveniente. Por encima en el escalafón se sitúan el barón Charles Mingus, “Count” (conde) Basie y, cómo no, el formidable “Duke” (duque) Ellington. Incluso más arriba cabría ubicar a Miles Davis, si bien su credencial de “príncipe de las tinieblas” tiene tintes algo problemáticos. No sé si como contrapeso, Thelonius Monk y Nina Simone fueron investidos “sumo sacerdote del bop” y “suma sacerdotisa del soul” . Y tampoco ha faltado espacio para honores más exóticos, como el de “maharajá” para Oscar Peterson.
Pero es por la propia corona del jazz, naturalmente, por lo que se ha combatido con más fiereza. Muchos la han reclamado, pero el paso del tiempo ha ido poniendo a cada uno en su sitio. Hay quienes han debido resignarse a gobernar en ciertas provincias, que no es poco; los archirrivales Benny Goodman y Artie Shaw, por ejemplo, repartieron oropeles consagrándose, respectivamente, como “el rey del swing” y “el rey del clarinete”. Y esto, por no abundar en territorios más o menos limítrofes, como los del “rey del rock & roll” Elvis Presley, los del “rey del blues” B.B. King (qué menos, con ese apellido…) o hasta los del “rey del pop” Michael Jackson.
Pero si necesitáis un rey de tomo y lomo, ese sin duda fue Nat “King” Cole. Por sus venas le corría tanta sangre azul como a mí (su padre era carnicero y diácono de una iglesia baptista) y su porte estaba lejos de ser “principesco”, por mucho que procurara vestir con cierta apostura. Pero su voz, ay esa voz, esa sí era imperial. De cara a la Navidad les ha dado por promocionar un recopilatorio de sus canciones en español, que contiene abominaciones como “Cachito” y “Capullito de alhelí”; prohibido comprarlo y hasta piratearlo. No; esa voz, curtida a base de paquetes y paquetes de tabaco mentolado, hay que enfrentarla con canciones del calibre adecuado, como la majestuosa “Stardust”.
Por lo que sea, hay clásicos del cancionero americano que necesitan de arreglos jazzísticos para dar de sí todo lo que llevan dentro; otros, por el contrario, hay que dejarlos tal cual so pena de empeorarlos. “Stardust” se incluye en esta segunda categoría. Hoagy Carmichael la compuso en 1927, en principio como un instrumental de corte más bien movido. Mitchell Parish le puso letra en 1929, convirtiéndola para siempre en “la canción que habla de una canción que habla de amor”, e Isham Jones le dio el toque final en 1930, reinterpretándola como una balada sentimental. Y así se quedó, esperando a su príncipe azul. Galanes de tanta enjundia como Bing Crosby o Frank Sinatra la cortejaron sin éxito; fue Nat King Cole quien consiguió robarle el corazón.
Stardust / Nat King Cole
Stardust / Nat King Cole letra y traducción
Que la voz de Nat King Cole es idónea para este tipo de baladas románticas es de perogrullo, pero a comienzos de los cuarenta nadie parecía ser muy consciente de ello, incluido el propio Cole, que era reconocido ante todo como un excelente e innovador pianista de jazz.
Fue tras vender un millón de copias de (I love you) for sentimental reasons en 1946 cuando Cole vio la luz, echó la llave al piano y se pasó a la música popular, para desconsuelo de los puristas y alegría de su contable. Aunque abusaba del caramelo con frecuencia, el encanto de interpretaciones como la de When I fall in love es indiscutible. Pero hay sobre todo una canción que no se os debe pasar por alto: Unforgettable. Su hija Natalie tuvo la feliz ocurrencia de regrabarla en 1991 acompañándose, maravillas de la técnica, de la voz del padre para hacer un dúo. No dejaba de ser una cursilada como un camión, pero removió la fibra sensible de esa maruja que tantos llevamos dentro y dio un soberano pelotazo tanto en las listas de éxitos como en los Grammys del año siguiente.
Hasta la fecha no me había decidido a traer al blog una partida (los estudios son un caso aparte) acabada en tablas. En ajedrez, como en cualquier otra competición, lo que al final importa es quién gana y quién pierde, así que a los combates nulos les pasa como a las galletas Oreo si se les quita lo blanco: no saben igual.
Aunque en esto, como casi en cualquier otra cosa, conviene evitar posturas demasiado radicales. A pesar de haber terminado empatadas, hay partidas excepcionales que no desentonarían aquí en absoluto: Alekhine-Reti (Viena, 1922), Tal-Aronin (Moscú, 1957), Gligorić–Fischer (Bled, 1961) o Anand–Topalov (Sofía, 2005), por citar algunas. Batallas entre auténticos gladiadores del tablero, dispuestos a derramar hasta la última gota de sangre en la arena para hacer morder el polvo al adversario. Aun así, me parece un contrasentido presentaros a los ases de este juego, que lo son precisamente gracias a sus grandes victorias, mostrando partidas donde no consiguieron imponerse.
Por eso la partida Hamppe-Meitner es perfecta para enseñaros lo que unas tablas pueden llegar a dar de sí. El “Empate inmortal” la llaman, para que os vayáis situando. Fue disputada por dos competentes, sin más, ajedrecistas austriacos de la época romántica (a izquierda y derecha los tenéis a ambos). Dura apenas 18 movimientos, pero no os podéis imaginar lo que cunden. En cuanto el árbitro pita las negras empiezan a sacrificar como si no hubiera un mañana. Las blancas, forzadas a encontrar una jugada única tras otra, capean el temporal como pueden y al final logran escaparse con un recurso casi más propio de un estudio que de una partida real.
Se trata de un duelo hiperbólico, excesivo, que ha concitado y seguirá concitando opiniones apasionadas y encontradas. Según Fred Reinfeld “no hay otra partida como esta”, e Israel Horowitz se refirió a ella como “quizás la más extraordinara partida jamás jugada”. Hay quienes incluso, con más vehemencia tal vez de la debida, la han aclamado como “la partida de ajedrez perfecta”, cuando ciertamente no lo es. Los remilgados, por el contrario, se deleitan en subrayar sus imperfecciones minusvalorando sus incontestables méritos; Wolfgang Heidenfeld, por ejemplo, no se dignó a incluirla siquiera en un libro que publicó con (según él) las mejores tablas de la historia. Lo cierto es que aunque ha sido analizada hasta la saciedad, ni siquiera los ordenadores han sido capaces todavía de desentrañar todos sus misterios (aunque han dejado en ridículo a más de un comentarista, al propio Heidenfeld sin ir más lejos, como podéis comprobar en mis notas).
Demasiado barullo, tal vez, para lo que no deja de ser una simple partida de ajedrez. Ahora bien: ¡qué partida!
Hola amigo, qué tal, podrías decirme por favor ¿quién bautizó como “el empate inmortal” el juego entre Hamppe y Meitner? Gracias de antemano
Hola Jorge,
Pues la verdad es que no lo sé, y no sé si alguien lo sabrá porque Edward Winter, que está considerado el mayor experto en historia del ajedrez del mundo, y que menciona la partida en su libro Kings, commoners and knaves, no hace ningún comentario al respecto.
Por cierto, hay más “empates inmortales” aparte de este. En British Chess Magazine, en 1970, Wolfgang Heidenfeld ya se refería así a unas tablas Alekhine–Réti, Viena 1922.
¡Muchas gracias por seguirme!