Con el cadáver de Todos los Santos todavía caliente se me ha venido una ocurrencia algo macabra a la cabeza: ¿qué frase podría usar como epitafio? No es que me corra prisa (cruzo los dedos) pero ya se sabe lo que pasa con estas cosas desagradables que vas dejando de un día para otro: al final te pilla el toro y tienes que apechugar con la majadería que improvise el doliente de turno, y llevarla a cuestas durante toda la Eternidad.
Riesgo que se incrementa (el del doliente impertinente, me refiero) cuando, como es el caso, distas de ser un dechado de virtudes: tibio como padre, desatento como esposo, errático como amigo, dejado hasta con la familia más próxima. Incluso como profesor, que nunca se me ha dado mal del todo, me veo más espeso a cada día que pasa: tengo que atar corto a mi boca y mi sesera, porque al menor descuido tiran cada una por su lado, y mi media de erratas por centímetro cuadrado de pizarra ha crecido de forma exponencial. En realidad soy más inocuo en la práctica que verdaderamente inicuo, así que tampoco doy la talla como monstruo abyecto y depravado. En el cómputo general, si quiero ser objetivo, diría que rondo el seis, es decir, esa horquilla opaca y marronuzca del aprobado que, sin ser raspado del todo, previene toda esperanza realista de aspirar a notas más altas. Resumiendo, soy, kilo arriba kilo abajo, más o menos como casi todo el mundo.
Aun así, me veo con fuerzas para superar el trance con cierto decoro, ya que dispongo de un as en la manga casi tan potente como una ojiva nuclear. De hecho tengo ya preparado un primer borrador. Algo largo quizás, a falta de pulirlo un poco, no vaya a ser que no quepa en la lápida y haya que continuar al dorso, lo que estropearía bastante el efecto. Venga, ahí va:
Pues sí, aquí donde me veis. Pasó en 2009 y, aunque no viene a cuento meterse en tecnicismos, se trata de un resultado bonito de veras: profundo, paradójico y endiabladamente difícil. Más aún, fue una aventura al límite de lo heroico, épica pura de flexo y cuartilla (no todo es subirse los catorce ochomiles a pulmón limpio), ya que necesité veinte años para probarlo. Como conjetura venía rodando desde finales de los setenta, y ya había intentado hincarle el diente mientras escribía mi tesis doctoral, pero apenas le hice un rasguño, y no solo por bisoñez o falta de genio: la teoría en mi campo de trabajo andaba en pañales por esos días, y para abrir aquel melón se precisaban cuchillos de mucho filo. Conforme pasaron los años matemáticos de más talento que yo inventaron técnicas de gran potencia, lo que me venía muy bien, pero a la vez concibieron una situación muy improbable pero posible, una especie de extrañísimo agujero negro, donde la mayoría de dichas técnicas dejaban de funcionar, y eso era un problemazo. Total: aunque la prueba iba progresando, el dichoso agujero negro me tenía desorientado a más no poder.
De modo que decidí pedir ayuda a uno de sus descubridores y máxima autoridad mundial en la materia, un holandés más bien raro y con un cerebro asombroso que se pasaba la mitad del curso dando conferencias por las universidades de todo el mundo, y la otra mitad recluido en un apartamento sin televisión ni conexión a Internet porque, decía, “le distraían”. Al hombre le hizo gracia el reto y empezamos a colaborar, y entre su intelecto y mis ganas pudimos darle un buen achuchón al asunto. Ya casi lo teníamos, pero había un maldito caso especial que resistía inexpugnable. Finalmente el sabio dictaminó que aquello olía regular y que a lo peor estábamos intentando demostrar algo falso, me deseó suerte, y siguió su camino.
Y entonces, unas pocas semanas después, ocurrió el milagro. Mientras me cepillaba los dientes antes de acostarme la solución apareció de súbito en mi cabeza, tan trasparente como el agua que manaba del grifo. Sonará peliculero pero fue exactamente lo que ocurrió. En máximo estado de shock entré al dormitorio, encendí la luz de la mesilla (era bastante tarde y mi mujer ya dormía), me senté en la cama, y durante media hora repasé una y otra vez los detalles del razonamiento en busca de un posible desliz, con el corazón dándome brincos como un canguro. No lo había. Al cabo me tranquilicé, apagué la lámpara, me eché el edredón encima y dejé que llegara el sueño, sintiéndome como Neil Armstrong el día que pisó la Luna. Tras haber vivido aquello estoy en condiciones de asegurarlo: el orgasmo está sobrevalorado.
Vuelvo a la tierra y retomo lo del epitafio, confesando que me he inspirado bastante en los espléndidos versos con que Stuart Murdoch, la cabeza pensante de Belle and Sebastian, abre el estribillo de “If she wants me”. No es el grupo que inventó el indie pop (el mérito corresponde en buena parte a los Smiths), pero sí el que mejor le ha pillado el truco: preciosismo lírico y musical en la composición, más interpretación intimista y producción casi casera para que parezca que te cantan sus canciones solo a ti. La fórmula, desarrollada a lo largo de sus tres primeros álbumes, Tigermilk (1996), If you’re feeling sinister (1996) y The boy with the arab strap (1998), los elevó casi de inmediato a ese estatus curioso de banda de culto que te garantiza, si no una cuenta corriente especialmente saneada, sí una cohorte de furibundos seguidores dispuestos, entre otras cosas, a pagar centenares de libras por uno de los mil vinilos de la primera edición de Tigermilk (en origen tan solo un trabajo fin de curso para un máster de música que Murdoch cursaba en la Universidad de Glasgow).
Tan furibundo como el que más, os diré sin embargo que esos discos, aun siendo excelentes, podían haber sido mejores. Se echa en falta, no sé, un hervor, como si Stuart y sus chicos necesitaran el magisterio del equivalente a mi holandés errante. Se lo proporcionó Trevor Horn, un productor con millones de horas de vuelo por cuya mesa de mezclas ha desfilado ganado tan variopinto como el dúo lesbo-teen t.A.T.u. o los Buggles aquellos de “Video killed the radio star”. El resultado fue el esplendoroso Dear catastrophe waitress (2003), una sublimación (sin perder un ápice de sabor) del sonido Belle and Sebastian que encadena obras maestras sin solución de continuidad y cuya cúspide es “If she wants me”. Esta canción, simplemente, me supera. La partitura del bajo ya exigiría por sí misma un doctorado honoris causa, por poner el acento en algo, pero sobre todo es el conjunto: pues tiene el rarísimo poder, o al menos lo tiene sobre mí, de hacerte creer, los cinco minutos que dura, que la realidad ha mutado y de repente es más pura, más emocionante, y más bella. Ya os lo decía antes, el orgasmo está sobrevalorado.
Y en cuanto redondee el epitafio, total ya metido en harina, quizás hasta deje dicha la música que se escuchará en mi funeral. Es que lo veo venir: si no enchufarán a traición el (falso) adagio de Albinoni y me darán ganas de morirme de nuevo. Always look on the bright side of life irá en el programa, por descontado; y “If she wants me”, por descontadísimo.
If she wants me / Belle and Sebastian
If she wants me / Belle and Sebastian letra y traducción
“The loneliness of a middle distance runner” (single, 2001), “Another sunny say” (The life pursuit, 2006) y “Nobody’s empire” (Girls in peacetime want to dance, 2015).
(Del montón bueno)
No sé, no sé, no me has visto las noches de luna llena…