1994: una odisea checa, capítulo 1
Mantengo una relación de amor-odio con la República Checa desde que, invitado por un afamado especialista de mi área, hice allí una estancia de investigación en diciembre de 1994. Quizá no habría habido mayor problema si mi destino hubiese sido la hermosísima y enigmática Praga, pero el tipo aquel vivía en una localidad, de cuyo nombre no quiero acordarme, casi lindante con la frontera polaca y perdida en medio de la nada. Una esquiva anciana alquilaba una especie de adosado sin electrodomésticos ni teléfono y muy justa de calefacción, donde me ubicó mi anfitrión para a renglón seguido abandonarme a mi suerte el resto del mes. Era una ciudad de un color gris cemento, sin sangre ni alma, que no conseguía desprenderse de su lobreguez soviética (solo habían pasado cinco años desde la Revolución de Terciopelo). Al parecer tenía habitantes, unos cincuenta mil, unos maniquíes cerúleos que hablaban bajísimo y con los que era absurdo intentar comunicarse porque casi nadie, ni siquiera en la facultad, sabía una papa de ningún idioma remotamente civilizado. Digo “al parecer” porque los fines de semana, caminando a pleno mediodía por sus calles, te sentías como Robert Neville en Soy leyenda; era como si la tierra se los hubiese tragado a todos. (Lo de “pleno mediodía” es una licencia poética: a eso de las tres de la tarde ya empezaba a caer la noche en sus helados cielos de piedra). Vamos, que comprendías a la perfección porque Kakfa era checo y escribió lo que escribió.
Queda clara la razón de mi tirria hacia ese país, pero también hay una parte positiva. Enfrentado a la perspectiva de cuatro interminables semanas en tamaña celda de aislamiento, pasaron dos cosas sorprendentes: 1) Me crecí. Científicamente la estancia fue un éxito rotundo. Mi cacumen, estrujado al máximo y espoleado por el desdén de mi ilustre colega, rindió como jamás me hubiera imaginado, y en poco más de quince días fui capaz de resolver el difícil problema en el que presuntamente íbamos a trabajar juntos. Cuando por fin conseguí audiencia y le conte mis descubrimientos, observé, estupefacto y con secreto regocijo, que el catedrático (cuya incomodidad era evidente) era incapaz de seguirme el ritmo. Aquel tour de force me dejó tan mentalmente exhausto que continuar haciendo matemáticas quedaba descartado: tenía por delante semana y pico en el fin del mundo sin nada, literalmente nada, que hacer. Y ahora es donde viene: 2) Socialicé. Para alguien que todavía hoy, en los vuelos transoceánicos, evita cruzar la mirada con el del asiento de al lado el saco de horas que dura el viaje, y sobre todo en las circunstancias descritas, aquello fue una heroicidad incluso mayor que la de resolver un intrincado reto matemático. Sencillamente, comprendí que necesitaba hablar con quien fuera y tuve la suerte de descubrir que alguien impartía un minúsculo seminario de español en el Departamento de Lenguas Extranjeras. Allí fui a ofrecerme como “nativo”, o lo que hiciera falta. Me ficharon, claro. El nivel de los tres o cuatro alumnos del curso no iba mucho más allá del “buenos días” y “¿cómo está usted?”, pero pude pegar la hebra con la profesora, una viuda ya mayor y bastante tristona (era checa, después de todo) pero muy amable, que el siguiente domingo me invitó a comer a su casa y me llevó a un concierto de Adviento en una iglesia de la localidad. Lo mejor es que a las clases aquellas asistía como oyente, obviamente por aburrimiento, un abuelete cubano de lo más pintoresco. Pasé con él una noche fantástica, bebiendo ron y cenando frijoles(!) según me contaba la historia de su azarosa vida que incluía, entre otros batallas, una rocambolesca fuga de su país natal ocultándose, durante una escala técnica, en los lavabos de un aeropuerto canadiense.
Si alguna vez me atropella un camión, entro en coma y tengo la clásica visión de la luz al final del túnel, estoy seguro de qué es lo que me encontraré al otro lado: el aeropuerto de Viena, el primer trozo de tierra occidental que pisé, con infinito alborozo, a mi vuelta de Chequia. Fue un mes muy duro, de una gran exigencia psicológica, pero salí con bien y maduré lo indecible en el proceso. Había cumplido ya los treinta, tenía la vida organizada y un crío en camino: pero fue aquel diciembre de 1994, en esa lóbrega ciudad color gris cemento, cuando realmente me hice un hombre.
Sosainas y plúmbeos a rabiar los checos, ya lo he dicho, y sin embargo no ha habido otro país (con la obvia excepción de la Unión Soviética) que haya producido tantos, y tan buenos, compositores de estudios artísticos. De todos ellos acaso sea Jindřich Fritz (1912-1984) el más eminente. Jurista de profesión, se familiarizó con los principios de la escuela bohemia cuando estudiaba leyes en Praga, pero abandonó pronto los problemas para centrarse en los estudios y, seducido por los logros de los emergentes compositores soviéticos, no dudó en dar por amortizado el estilo clásico de Rinck y sus seguidores. Fritz aportó como gran novedad un revolucionario método de composición “de adelante hacia atrás”, basado en el análisis retrógrado, cuyos fundamentos estableció a finales de los treinta y que luego utilizarían otros destacados autores, Gorgiev por ejemplo. Fueron asimismo los años en los que pergeñó su característico tema rumano, también muy rompedor en su momento, y que va de lo siguiente: al principio las blancas parecen tener la manija del juego; entonces las negras se revuelven y por un tiempo se diría que son ellas quienes saldrán triunfantes; pero a última hora las blancas se sacan de la manga un truco inesperado y acaban llevándose el premio.
El estudio de Fritz con que os deleitaré esta semana tiene una grandeza épica que recuerda a las fastuosas creaciones de Korolkov y Seletsky. No solo ilustra perfectamente el tema rumano; hay también un juego de espejos muy del gusto del praguense, que se materializa en la aparición de dos variantes casi idénticas a la de la línea principal, pero con desenlace bien distinto, y un guiño a su primer amor, la escuela bohemia, con el elegante mate ideal que culmina la composición. No puedo garantizar que Fritz usara su patentado método retrógrado para crear este estudio, pero tiene todo la pinta; es como si a partir del mate final hubiera dado vueltas y vueltas a las variantes hasta llegar a la densa posición de arranque, como un muelle que retorciéramos y comprimiéramos en un amasijo que sujetamos entre los dedos. Cuando Fritz abre la mano la energía potencial del resorte se libera con tal violencia que vaporiza el tablero en un suspiro, dejándolo tan desierto como las calles de una lóbrega ciudad checa, de cuyo nombre no quiero acordarme, que tiene el color del gris cemento.
Estudio de J. Fritz, Uppsala Nya Tidning 1951
Československý Šach 1938 (ganan blancas), Šach 1939 (ganan blancas) y Lidová Demokracie 1951 (ganan blancas).