De los dieciséis campeones del mundo, el alemán Emanuel Lasker (1868-1941) ha sido de lejos el más indescifrable. Ni siquiera sus colegas más ilustres consiguieron consensuar una opinión sobre él: mientras que para Tal fue “sin duda el más grande de todos los campeones” y Korchnoi lo reivindicó como su “héroe ajedrecístico”, Fischer lo rebajó al nivel de “jugador de café” y Larsen comentó que “le admiraba, hasta que vi sus partidas”. El testimonio de Euwe, que a pesar de ser 33 años más joven perdió las tres veces que se enfrentaron, es especialmente significativo: “No se puede aprender mucho de él. No queda otra que ver, y maravillarse”.
Las estadísticas, sin embargo, no admiten debate: 27 años (repito, 27 años), de 1894 a 1921, se extendió ininterrumpidamente su reinado, periodo en el que además de disputar siete encuentros por el título se impuso en eventos tan recordados como el de San Petersburgo de 1914. Su tercer puesto en el fortísimo torneo de Moscú de 1935, imbatido, a tan solo medio punto de Botvinnik y Flohr y por delante de Capablanca, es casi un milagro biológico, porque ya contaba 67 años y se había visto obligado a volver a escena tras una década retirado (los nazis le quitaron todos sus bienes por su condición de judío).
Lasker nunca explicó claramente las bases de su credo ajedrecístico, pero dos cosas eran seguras: violaba con frecuencia los dogmas estratégicos imperantes en la época y, todavía con más frecuencia, ganaba. Intentando hallar el secreto de su éxito, sus contemporáneos propusieron algunas hipótesis como mínimo pintorescas. Su gran rival Tarrasch, por ejemplo, pasó de atribuirle una suerte gigantesta a insinuar que hipnotizaba a sus oponentes. Réti también desbarró de lo lindo cuando afirmó que Lasker no buscaba realmente los mejores movimientos posibles sino los que más incomodaban al rival, y si ello exigía jugadas objetivamente malas, las hacía y punto.
En realidad, cuando se miran sus partidas desde la óptica moderna, el misterio se desvanece. Ignoraba un principio general cuando veía razones concretas para hacerlo; gestionaba bien su tiempo, porque sabía distinguir cuándo merecía la pena calcular variantes y cuándo no; no dudaba en entrar en complicaciones si su posición empezaba a empeorar; asumía riesgos calculados; se centraba en objetivos concretos antes que en difusas consideraciones teóricas; y sabía que de los sacrificios también podían obtenerse réditos posicionales. Es decir, cosas claras como el agua para cualquier maestro medianamente competente de hoy en día. De hoy en día.
Considérese, por ejemplo, la apertura de su partida contra Porges del gran torneo de Nuremberg de 1896. A Tarrasch le parecía una abominación, pero en realidad anticipa un concepto que Nimzowitsch defendería un cuarto de siglo después, el de que una posición restringida no tiene por qué ser desventajosa; lo importante, por usar un término de la física, es su “energía potencial”, y que haya mecanismos que permitan liberar esa energía. Lasker no necesitará más que un resbalón de Porges para apretar el botón rojo y desatar un holocausto nuclear.
Para ensalzar una victoria brillante de un gran maestro, decir que su juego ha sido de “muchos quilates” es casi un lugar común; en el caso de hoy, el kilotón parece una unidad de medida bastante más conveniente.
Marshall-Lasker (Campeonato del Mundo, partida 1, Nueva York 1907), Lasker-Capablanca (San Petersburgo 1914) y Euwe-Lasker (Zúrich 1934).