Disputó un centenar largo de partidas contra todos los campeones y subcampeones del mundo desde Botvinnik a Kasparov, con un porcentaje próximo al 50% y derrotando al menos una vez a la mayoría, Fischer y Kasparov inclusive; de él dijo Korchnoi que tenía “un asombroso talento natural, de esos que vienen de lo alto, como el de Capablanca”; y sin embargo nunca, hasta la llegada de la Perestroika cuando ya era un sesentón, se le dio la oportunidad de jugar un torneo en Occidente. Hoy conoceréis a Ratmir Kholmov, uno de los secretos mejor guardados del ajedrez soviético. No por Dios, que eso de la bota bolchevique aplastando el gaznate de un pobre individuo sediento de libertades ya esta muy visto, diréis. Tranquilos, no va de eso. Bueno, un poco sí; pero es que el gaznate del individuo este era de armas tomar, y para aplacar su sed se precisaban fluidos mucho menos abstractos que la libertad.
Ratmir Dmitrievich Kholmov (1925-2006) nació en Shenkursk, un villorio casi lindante con el Circulo Polar, a mil y pico kilómetros al noreste de Moscú. De chaval fue un gamberro con todas las de la ley, y demasiado bueno que salió, dadas sus circunstancias familiares: su padre fue carcelero en un campo de prisioneros de la NKVD (antecesora de la KGB) hasta que lo deportaron por beneficiarse a una reclusa; y la madre tenía un hijo secreto que durante la guerra desertó al bando alemán. Con sus amigotes aprendió a asaltar transeúntes, beber cerveza a cubos, fumar como un murciélago y, curiosamente, jugar al ajedrez. Tenía doce años y, lo que es más curioso todavía, solo tres años después era ya el mejor ajedrecista de la región. Entonces comenzó la guerra y terminaron los días de vino y rosas. Tras unas cuantas vicisitudes, incluidos cuatro meses en un correccional, acabó de algún modo en Vladivostok, donde se enroló en un petrolero que partía para América. Pasó unos meses de 1943 recorriendo Estados Unidos en tren; para el joven marinero fue como hacer escala en el País de las Maravillas. Se ignora si volvió de buen grado al barco o a punta de pistola; lo que se sabe con certeza es que el viaje de vuelta fue espantoso. Cerca de Vladivostok una monstruosa tormenta los arrastró, chocaron contra una mina japonesa, embarrancaron frente a las costas del enemigo y no se ahogaron de milagro. Tras unas semanas en prisión se les repatrió a casa, pero el shock fue tan impactante que por una temporada Ratmir perdió el habla.
Lo que también perdió, esta vez para no recuperarla, fue su licencia para navegar por aguas internacionales, lo que en realidad fue un éxito, ya que normalmente a los prisioneros repatriados se les encerraba de inmediato, no fuera a ser que se hubieran vuelto espías del Eje. Acabada la contienda, y vividas aventuras más que de sobra para el resto de su existencia, decidió reemplazar el bravo oleaje del océano por los mas calmosos surcos del arado, sentando la cabeza como agricultor en Lituania al tiempo que iniciaba una carrera ajedrecística que lo situó entre los más fuertes jugadores soviéticos por espacio de dos décadas. A destacar sus dieciséis participaciones en la final del Campeonato de la URSS entre 1948 y 1972, en general con buenos resultados y empatando en el primer puesto con Spassky y Stein en el de 1963, si bien este último terminó imponiéndose en el play-off.
¿Cómo, entonces, se explica que no se le permitiera competir en los países capitalistas? Para entenderlo hay que remontarse a 1951. Había empezado inmejorablemente el año, derrotando a Bronstein, que meses más tarde lucharía con Botvinnik por el máximo cetro, en un match de entrenamiento. Por desgracia, en un torneo posterior, una noche de alcohol, sexo y despiporre con Tarasov y Nezhmetdinov culminó con el último lanzando la vajilla de la habitación por el balcón del hotel. Kotov (tengo que hablaros un día de este elemento) se chivó a los jefazos y el caso se saldó con un año de suspensión. Desde entonces, cada vez que solicitó un visado la respuesta fue siempre la misma: “Puede que la próxima vez, camarada Kholmov”. Las autoridades tenían buenas razones, eso hay que reconocerlo, para temer que su desordenada conducta pudiera empañar la imagen de la Unión Soviética al otro lado del Telón. Hay una anécdota mítica del torneo de La Habana de 1965, aquel que Fischer disputó por télex porque el Departamento de Estado le prohibió viajar a Cuba. La madrugada previa a su crucial partida contra el norteamericano, Smyslov se lo encontró en el bar del hotel, ciego perdido de Bacardí. El excampeón lo sacó a rastras, intentando explicarle a la desesperada la variante que debía emplear ante Bobby. Contra todo pronóstico, el resacoso Kholmov no solo la recordó sino que jugó a gran nivel y ganó. Una victoria a la postre decisiva, porque Smyslov se llevó el torneo por medio punto sobre Fischer. A Ratmir, por su parte, el ron no debió de hacerle mucha mella, ya que acabó imbatido un punto por detrás de su compatriota.
En su época de mayor esplendor se ganó entre sus colegas el apodo de “El defensa central”. Como nunca se preocupó por estudiar teoría (durante una temporada elegió las aperturas que iba a jugar tirando una moneda al aire) se encontraba con frecuencia, ya desde el inicio, con posiciones muy comprometidas, que defendía con la tenacidad propia del que ha sobrevivido al infierno de las calderas de un buque en altamar. Lo curioso es que, aunque en tales circunstancias era difícil ponerla de manifiesto, tenía un inmensa habilidad combinativa. Averbakh escribió en una ocasión: “Parece que Kholmov nunca asume riesgos, pero esta impresión es equivocada. De hecho, gracias a su intuición ajedrecística y su precisa habilidad para el cálculo, Kholmov sabe que cuando ataca, el asalto tendrá éxito”. Y así, paradójicamente, por lo que siempre quedará memoria del “defensa central” en los libros de ajedrez es por sus grandiosas combinaciones frente a Keres (1959) y Bronstein (1965) en sendos campeonatos soviéticos; ambas, curiosamente (esta palabra le viene a uno con frecuencia a la boca cuando habla de Kholmov), empiezan con el golpe Cc6!! He escogido la segunda para la partida del día porque aúna a su simpar originalidad (¿cuándo se ha visto sacrificar un caballo en el ala de dama si se está atacando en la de rey?) un remate que bebe directamente de la composición problemística.
Si este Popeye ruso hubiera ingerido más espinacas y menos vodka, su travesía por los mares del ajedrez habría sido mucho menos procelosa. Aunque para travesía chunga, la de Bronstein en la partida: acaba echando por la borda hasta su primera papilla.
Kholmov-Keres (Tiflis 1969), Kholmov-Bannik (Minsk 1962) y Kholmov-Bannik (Erevan 1962).