Otra de nostalgia, con vuestro permiso.
Debió de ser 1980, año arriba año abajo; diciembre con toda seguridad, eran las fiestas del pueblo. Un valiente había montado una plaza de toros portátil y contratado una actuación de Bloque, uno de los puntales del rock hispano de los últimos setenta. (Triana, Asfalto, Leño e Iceberg, cada uno en su estilo, completaban el repóker. Nótese la contundencia de los sustantivos; estos tipos no estaban para bromas). Allí me planté con un par de colegas del instituto así como hora y media antes de la actuación, tras insistirles mucho en que o aligerábamos o nos arrasaba la marea humana que se iba a dar cita en el coso. Acaso fuera el día en que descubrí que padezco una variedad de daltonismo muy singular: mi cerebro tiende a mostrarme una realidad cuyo parecido con la auténtica es, en el mejor de los casos, vago. La realidad real fue que allí no había un alma, y cuando empezó el concierto no pasábamos de cuatro gatos. Encima hizo toda la noche un frío espantoso, de esos que te hacen mover de tanto en tanto los dedos de los pies para asegurarte de que no se te han desprendido como grumos congelados. La actuación en sí no estuvo mal, porque tenían un directo bastante potente y no escatimaron esfuerzos, pero nos quedamos sin bises porque una de las torres de sonido empezó a emitir un chirrido ensordecedor y, aunque intentaron someterla a base de puntapiés, al cabo tuvieron que dejarla por imposible.
Si fue el funesto concierto aquel lo que les convenció de que sus días estaban contados es cosa que ignoro, pero lo cierto es que desaparecieron pronto de la circulación. La Movida venía empujando fuerte, y aunque se habían hecho un nombre en la escena prog europea y sus discos (a destacar los notables Hombre, tierra y alma y El hijo del alba) se vendieron decentemente en Sudamérica e incluso Japón, en su propuesta musical nunca hubo concesiones a la demagogia. Practicaban un sinfónico con ramalazos hard donde destacaban los pulidos dobletes a la guitarra, un invento bluesero de la costa oeste americana que en este contexto sonaba bastante fresco. Tenían sus defectillos, evidentemente; incluso repasados desde el cariño, sus textos a medio camino entre lo hippie-libertario y lo esotérico constituyen un gazpacho de imposible digestión. Pero en el cómputo general, sobre todo si comparáis con el rock que se ha sufrido por estas latitudes de entonces para acá, merecen que se les reivindique con todas las mayúsculas del mundo.
El otro día descubrí en Internet un vídeo reciente de Juan Carlos Gutiérrez, cantante y teclista del grupo; lo entrevistaba una radio local de su Cantabria natal. Yo me lo imaginaba, qué menos, productor de una discográfica importante o algo así, pero al parecer el hombre sobrevive cantando lo que se tercia en cumpleaños y saraos de aldea (lo del daltonismo este me lo tengo que hacer mirar, definitivamente). En un cierto momento el plumilla, un tarugo con pinta de no distinguir entre un aria de Puccini y la sirena de una ambulancia, va y le pregunta si “los buenos tiempos tuyos de orquesta están finalizando”. No hay mucho que responder a eso, aunque Gutiérrez sale del paso con bastante temple (yo lo hubiera puesto a hacer flexiones): “Terminaron ya”.
Daltónico o no, lo bueno de escribir un blog es que puedes diseñarte una realidad virtual a tu entero gusto. En la mía los periodistas no incordian con memeces a las viejas leyendas del rock ibérico; los homenajean rescatando del desván alguna de sus composiciones, como por ejemplo “Por fin he vuelto a ti”, el rotundo instrumental que pone colofón de oro a Hombre, tierra y alma.
Por fin he vuelto a ti / Bloque
Por fin he vuelto a ti / Bloque
“La libre creación” (Bloque, 1978), “La danza del agua” y “El hijo del alba” (El hijo del alba, 1980).