La música: “Summa” de Arvo Pärt
De pequeño mi tesoro más preciado era mi bolsa de canicas. Las había conseguido poco a poco, apostando al gua y al cuadro con mis amigos del colegio, en los recreos y los ratos de antes y después del comedor. (Más exactamente, con los amigos que todavía jugaban peor que yo, que estaba muy lejos de ser un artista en estas lides; ya procuraba yo escogerlos con maquiavélico cuidado). Un aciago domingo fui con mi familia a un santuario situado a unos kilómetros del pueblo, y mientras mis padres oían misa o algo por el estilo yo mataba el tiempo divirtiéndome con mis canicas en un montón de arena que encontré por ahí. Cuando volvimos a casa caí en la cuenta, presa del horror, de que había olvidado la bolsa sobre la arena. Mi padre me llevó de regreso al santuario pero ya era tarde: algún chaval con suerte las había encontrado y, naturalmente, me las birló. Mirándolo con la perspectiva que da el tiempo aprecio una cierta justicia poética en el asunto, pues a fin de cuentas no las había conseguido de manera muy ética que digamos, pero el berrinche fue de órdago. Como crío que era, pasé página pronto y me olvidé de aquello, aunque quizá quedó algún rescoldo freudiano en mi subconsciente, porque a lo largo de mi vida me ha dado por coleccionar cosas de todo tipo, lo más absurdo chicles, lo más reciente las maravillosas canciones y partidas de ajedrez que guardo en este blog, a resguardo de las veleidades traicioneras de mi memoria.
Con aquellas bolitas de cristal yo imaginaba juegos de lo más variopinto, que tomaban la forma de competiciones deportivas entre países. Para ello asociaba los colores de las canicas con los de determinadas banderas, que me había estudiado en una arcaica enciclopedia que teníamos en casa. Había una muy cool, azul, negro y blanco, tal vez inspirada en las tonalidades de un paisaje invernal, perteneciente a un presunto país llamado Estonia. Digo “presunto” porque no pude localizar tal lugar en los mapas de mi escuela. Igual era un estado ya extinto, como Prusia o Transilvania, o hasta inventado por los de la enciclopedia, como los Sildavia y Borduria de los cómics de Tintín. A saber.
Al cabo Estonia resultó ser un auténtico país. Eso sí, no lo ha habido con peor suerte desde La Atlántida. Yo creo que el meteorito de Tunguska iba destinado para allá, pero el dios vikingo que lo lanzó abusó esa noche del hidromiel y tenía el pulso algo tembloroso. Toda la vida estuvo en manos de los imperios sueco y ruso, y tras disfrutar de apenas veinte años de independencia llega la Segunda Guerra Mundial y es invadida de nuevo, y no una ni dos, sino hasta tres veces: primero por los soviéticos, luego por las tropas de Hitler y finalmente por los soviéticos de nuevo, hasta acabar engullida como una mera república de la gargantuesca URSS.
El sol salió por fin sobre Estonia en los últimos años ochenta, cuando protagonizó, junto a las vecinas Lituania y Letonia, una de las revueltas de mejor gusto que ha conocido Europa: la “Revolución Cantada”. Prendió en algunos festivales de música popular, con la gente entonando himnos y canciones patrióticas estrictamente prohibidos por el régimen soviético, y tuvo su apoteosis en un macroconcierto celebrado en Tallin el 11 de septiembre de 1988 que concentró a casi la cuarta parte de la población del país. Hubo más demostraciones, tan pacíficas como imaginativas, a destacar una asombrosa cadena humana de 600 kilómetros de longitud, integrada por un millón y medio de personas, que conectó las tres repúblicas el 23 de agosto de 1989. La fecha era especialmente simbólica, justo el cincuentenario del infame pacto secreto Ribbentrop-Molotov, previo al estallido de la guerra, mediante el que la Unión Soviética y la Alemania nazi se repartieron el Este de Europa como quien se intercambia cromos. Dos años después, el 20 de agosto de 1991, Estonia declaró formalmente su independencia, que fue reconocida por la Unión Soviética un par de semanas más tarde. No se derramó una sola gota de sangre en todo el proceso; eso es categoría, y lo demás zarandajas.
Qué menos que dedicar una entrada a tan melómano país, y lo suyo es elegir como protagonista a su más renombrado músico, Arvo Pärt. Pärt es célebre por una singular técnica compositiva, el tintinnabuli (el plural latino de “campanilla”), desarrollada en los años setenta tras un periodo de estancamiento creativo, del que escapó recabando inspiración en las esencias desnudas del canto gregoriano y abrazando la fe, austera y solemne, de la iglesia ortodoxa.
“Summa” ilustra muy bien qué es esto del tintinnabuli. Pärt compuso tres variantes de la obra, una primera coral en 1977 y dos más a comienzos de los noventa, para cuarteto y orquesta de cuerda, respectivamente. Esta última es la más lograda, en mi opinión, y por tanto la que vais a escuchar enseguida. En la composición entran en juego dos voces. Una fija la tonalidad, en nuestro caso sol menor, arpegiando exclusivamente en la tríada, o acorde básico que le corresponde; en otras palabras, no se mueve de las notas sol, si bemol y re, que, eso sí, pueden fluctuar entre distintas octavas. Cada tonalidad lleva asociada de manera natural una escala de siete notas (ocho si contamos la que se repite al final, justo una octava más alto que la primera), que se denomina diatónica. La que conocéis de toda la vida, “do-re-mi-fa-sol-la-si”, la de las teclas blancas del piano, es la escala diatónica de do mayor; la de sol menor sería “sol-la-si bemol-do-re-mi bemol-fa”. Es a lo largo de dicha escala, ora hacia arriba, ora hacia abajo, por donde se desliza la segunda voz.
La tríada de tres notas vendría a equivaler, según Pärt, al tañido de unas campanas, de ahí lo de “tintinnabuli”. ¿A qué, o a dónde, nos convocan estas campanas? El maestro estonio recurre a la mística para explicarse: “En mis horas oscuras lo complejo y multifacético me aturde, y debo buscar la unidad. Compararía mi música con la luz blanca, que contiene a todos los colores. Solo un prisma puede descomponer los colores y hacerlos aparecer: el espíritu del oyente. Tintinnabuli es cuando melodía y acompañamiento se vuelven lo mismo, cuando uno más uno no es dos, sino uno”.
Si lo anterior os resulta un poco confuso, quedaos con este lapidario resumen del musicólogo Wilfrid Mellers: “A partir de los rudimentos de modo y tríada, Pärt ha creado una música extraordinariamente simple, y simplemente extraordinaria”.
Summa / Arvo Pärt
Summa / Arvo Pärt
Orquesta: Eesti Riiklik Sümfooniaorkester; dirección: Paavo Järvi
¿Más tintinnabuli?: marchando. Spiegel im Spiegel fue una de sus primeras composiciones en el nuevo estilo, y sin duda la que goza de más popularidad, quizás por la paz especial que transmite el sereno diálogo entre piano y violín. En el lado opuesto del espectro cabría situar su Cantus in memoriam Benjamin Britten, una sombría elegía, tan severa como impactante, que Pärt escribió en honor de uno de los músicos que más admiraba.
La obra de Pärt se encuadra en una corriente que los especialistas han dado en describir como minimalismo sacro, cargando las tintas en la fuerte componente numinosa y espiritual que impregna incluso su vertiente más profana. De entre la mucha música explícitamente religiosa que Pärt ha escrito os recomiendo The beautitudes, una obra para coro y órgano inspirada en el Sermón de la Montaña. El estonio puede ser sofocante a veces, pero aquí suena bastante más fresco de lo habitual.
Los ajedrecistas no suelen tener buen perder y se amparan en todo tipo de excusas. A Amos Burn, un veterano maestro británico de finales del siglo XIX, se le oyó quejarse al final de su carrera de que jamás había tenido la satisfacción de batir a un oponente completamente sano. Rudolf Spielmann, comparándose con su coetáneo y campeón del mundo Alekhine, presumía de que podía ver las combinaciones tan bien como él, el problema era que no conseguía llegar a las mismas posiciones. Y tras ser aplastado por Lasker en el agrio match por el título que disputaron en 1908, Siegberg Tarrasch se justificó alegando la cercanía del mar, que le resultaba particularmente insalubre. Delicado el caballero, si se tiene en consideración que cuatro de las dieciséis partidas del evento se disputaron en Dusseldorf, a 175 kilómetros de la costa, y el resto en Munich, a casi 700.
Cuando al estonio Paul Keres (1916-1975) le preguntaron por qué nunca había conseguido ser campeón del mundo, recurrió a la excusa más socorrida de la historia, aunque con un toque de ironía: “Tuve mala suerte, como mi país”. Creo que en su caso deberíamos excusarlo, valga la redundancia, porque seguramente no ha habido un ajedrecista con más derecho a usarla que él.
Podríamos tirarnos un rato largo glosando sus éxitos (tres campeonatos soviéticos, siete medallas de oro olímpicas y otras cinco individuales, innumerables torneos, treinta años entre los mejores del mundo, el único jugador de la historia que ha derrotado a nueve campeones del mundo) pero centrémonos en lo crucial. En 1938 se disputó en Holanda el torneo AVRO. Pasa por ser el mejor de todos los tiempos, porque reunió a los ocho mejores jugadores del momento y se sobreentendía que el ganador tendría derecho a disputar el título a Alekhine. Keres se impuso, pero la guerra se cruzó en su camino. Durante la ocupación nazi, acuciado por las estrecheces económicas, cometió la imprudencia de jugar algunos torneos en el territorio controlado por los alemanes. Cuando estos se marcharon de Estonia intentó huir con su familia a Suecia, pero los soviéticos se le adelantaron. Muchos con biografías similares fueron fusilados o desaparecieron en los gulags de Stalin, pero el secretario general del partido en Estonia abogó por él y se libró, aunque no sin pagar un alto precio. Tras el fallecimiento de Alekhine en 1946 la FIDE organizó un match-torneo en La Haya y Moscú entre Botvinnik, Keres, Smyslov, Euwe y Reshevsky para dirimir quién sería el nuevo campeón. Algunos oficiales soviéticos le hicieron saber que sería una lástima que cualquier otro que no fuera Botvinnik se alzara con el título. No hay pruebas palmarias de que Keres perdiera a propósito algunas partidas, pero es obvio que no estaba en condiciones de batallar seriamente por el triunfo.
En los años siguientes Keres se comportó con gran prudencia y fue gradualmente rehabilitado, pero la suerte siguió dándole la espalda. Seis veces disputó el torneo de Candidatos y en cuatro de ellas acabó segundo, tras Smyslov en 1953 y 1956, Tal en 1959 y Petrosian en 1962. Tal vez no fuera solo infortunio; de él se ha dicho que carecía de instinto asesino, que era demasiado noble, demasiado generoso para apartar de su vida todo salvo lo estrictamente imprescindible para alcanzar la cumbre. Al final se alzó con un triunfo de mucha más trascendencia que el meramente deportivo: el amor de todo un país. Fue enterrado con honores de jefe de estado y a su funeral acudieron más de cien mil personas.
Hasta el ingreso de Estonia en la Eurozona en 2011 (tienen una deuda pública ridícula y las cuentas saneadísimas, así que no sé qué les habrá perdido en este tinglado, pero ellos sabrán), uno de sus billetes, el de cinco coronas, mostraba la efigie de Keres; insólito honor para un simple ajedrecista. No me extrañaría que lo de las cinco coronas fuera una especie de desagravio póstumo por sus otros tantos intentos fallidos de sentarse en el trono de Caissa; de un pueblo con tal reverencia por la música y el ajedrez cabe esperar eso, y más.
Keres-Panno, Interzonal de Gotemburgo 1955
Entre unas cosas y otras no he escrito una palabra de la partida de hoy, aunque como habéis visto casi se comenta sola: Keres no necesita más que un par de imprecisiones de su fuerte rival (campeón del mundo juvenil en 1953, candidato en 1956 y el primer sudamericano de nacimiento que logró el título de gran maestro) para hacerle una llave que ríete tú de un cinturón negro de judo.
Como Tal, Kasparov y otras grandes figuras del ajedrez, Keres fue en primera instancia un aguerrido jugador de ataque, que con el tiempo fue madurando y universalizando su estilo hasta devenir en un técnico capaz de logros posicionales tan notables como el que os he mostrado. Quizás sus combinaciones más recordadas sean las de las partidas Keres-Winter, Olimpiada de Varsonia 1935 (el certamen que le dio a conocer en la arena internacional), Keres-Petrov, Leningrado 1940 y Keres-Geller, Moscú 1962. Existe una siniestra anécdota en relación a la segunda, que consiguió el premio de belleza del campeonato soviético de aquel año y que incluye una de las jugadas más pasmosas (21.Ac4!!!) que jamás se han visto en un tablero. Y es que, a pesar de su brillantez, no aparece en la colección en tres volúmenes que Keres publicó con sus mejores partidas. Había una buena razón. Vladimir Petrov (o Petrovs) fue un destacado jugador letón que tuvo la temeridad de criticar el empobrecimiento de su país tras la ocupación soviética. Como castigo no solo fue condenado a diez años de trabajos forzados, muriendo poco después, sino incluso borrado de los registros oficiales, como si nunca hubiera existido, al estilo de ese célebre foto de Stalin donde se le ve paseando junto a Molotov y Yezhov, el jefe de la policía política, que desapareció de la instantánea tras ser purgado y ejecutado en 1940.