La música: “Harlem nocturne” de Illinois Jacquet
A diferencia de otros tipos de narrativa de género, pongamos la fantasía o la ciencia ficción, la novela negra no ha tenido problemas para hacerse un hueco dentro de lo que podríamos llamar la literatura “respetable”. Puede que sea porque los críticos, que como todo hijo de vecino tienen su corazoncito, también sueñan secretamente con parecerse al héroe arquetípico de este tipo de novelas. Es decir, nadie en sus cabales (bueno, casi nadie) fantasea con ser un cíborg o un elfo, pero ¿qué hombre no querría ser uno de esos tipos duros, de pocas palabras pero siempre con la respuesta justa, no sujetos a otros dictados que los que su propio y particularísimo código moral impone?
Además, Hollywood estuvo por una vez a la altura de las circunstancias, usando para poner rostro y cuerpo a este ideal, en vez de a un apolíneo titán con abdominales de acero, a un tipo achaparrado y tirando a feíllo que a pesar de todo era muy capaz de llevárselas de calle: el irrepetible Humphrey Bogart.
De modo que imagínate por un momento Sam Spade o Philip Marlowe, una noche de verano en tu oficina. El ventilador de techo y la ventana abierta no consiguen disipar el asfixiante calor. Tu abnegada secretaria se marchó hace ya horas y tu sigues dando vueltas y vueltas a las facturas, intentando averiguar cómo te las vas a ingeniar para llegar a fin de mes. En esto hace su entrada una mujer de bandera, estilo Lana Turner, Gene Tierney o (preferiblemente) Lauren Bacall, que desea contratar tus servicios. El trabajo apesta; no ha puesto el menor reparo a pagar por adelantado el triple de tu tarifa habitual y está claro que no hay ni un gramo de verdad en la extraña historia que te ha contado. Pero tiene la figura de una diosa, sus ojos arden como estrellas, y por la ventana se cuelan las notas de “Harlem nocture”, que una pequeña banda esta tocando en el tugurio de abajo. Qué demonios, piensas, ¿por qué no?
Harlem nocturne / Illinois Jacquet
Harlem nocturne / Illinois Jacquet
Normalmente el artista me lleva a la canción pero esta vez ha sido al contrario. “Harlem nocturne” se usó como cabecera de una serie de televisión de cierto éxito en los años ochenta, Mike Hammer, y entonces fue cuando la descubrí. Mucho más tarde me enteré de que era un clásico del jazz compuesto por Earle Hagen en 1939. Escrita en su origen “al estilo” de Duke Ellington, enseguida se hizo inmensamente popular y fue evolucionando hasta concretarse en la que para mí es la versión definitiva, la grabada por el saxofonista Illinois Jacquet in 1956 en la excelsa compañía de Roy Eldridge (trompeta), Jimmy Jones (piano), Herb Ellis (guitarra), Ray Brown (contrabajo) y Jo Jones (batería).
Para mi oprobio he de confesar que hasta ahora no conocía a Jacquet de nada o, para ser más exactos, de casi nada, porque documentándome a toda prisa he descubierto que es el responsable del maravilloso solo (según los especialistas, una de las semillas de las germinó el rhythm and blues) de “Flying home”, un célebre tema de Lionel Hampton. La canción merece una entrada aparte del blog así que de momento nos despedimos de ella, pero a los/las que deseen prolongar su velada con Lauren Bacall/Humphrey Bogart me permito recomendarles otras tres exquisitas interpretaciones de Jacquet, pescadas al vuelo de aquí y allá durante esta semana: Don’t blame me (del álbum Jacquet’s Street), For once in my life (en The blues; that’s me!) y, sobre todo, I’m a fool to want you, un largo corte del álbum The soul explosion en el que Milt Buckner hace auténticas diabluras con el órgano electrico.
Si hay un jugador que tiene fama de ser aún más aburrido que Tigran Petrosian, ese es el sueco Ulf Andersson. Fama en parte ganada a pulso, porque la probabilidad de que una partida suya elegida al azar termine en tablas es muy alta, y no es nada raro que sea además un empate sin lucha y en pocos movimientos. Incluso cuando son disputadas sus partidas parecen aburridas, pero eso ya no es culpa suya. Su estilo se basa en la acumulación de pequeñas (a veces microscópicas) ventajas, siempre atento a cualquier desliz posicional del adversario, y para un no experto es muy difícil a veces apreciar la sutileza de sus movimientos. Sutileza que le vuelve especialmente temible en los finales, sobre todo en los de torre, donde es un auténtico virtuoso.
Ahora ya está prácticamente retirado, pero en sus buenos tiempos (sobre todo los ochenta, llegó a cuarto de la lista ELO en 1983) era un hueso durísimo de roer. Para pasar de “superclase” a “leyenda” tendría que haber ganado muchas más partidas, pero le dio suficiente para anotarse el primer puesto en Londres 1980 y Johannesburgo 1981 delante de Korchnoi, compartir laureles con Karpov en Londres y Turín (1982) y triunfar en 1983 en Wijk aan Zee. A principios de la pasada década hizo una breve y muy exitosa incursión en el ajedrez por correspondencia, llegando a liderar el ranking mundial. Que yo sepa, no ha habido nadie más capaz de llegar tan alto en las dos modalidades del ajedrez.
Un excelente ejemplo de su técnica es su duelo con Karpov en el potente torneo de Milán de 1975. Pocos meses antes el ruso había conseguido el cetro mundial tras la negativa de la FIDE a aceptar las condiciones impuestas por Fischer y la consiguiente retirada de este. Con su legitimidad en entredicho, un enrabietado Karpov demostró su valía compitiendo todo lo que pudo y ganando entre 1975 y 1977 nueve torneos consecutivos, uno de ellos el de Milán. La partida fue un bombazo, no solo por ser la primera que perdía Karpov como campeón, sino por el espectacular desempeño de Andersson, que imparte una soberana lección de estrategia con un sistema defensivo (la estructura “erizo”) que por entonces se consideraba inferior. Karpov quedó tan impresionado que enseguida lo incorporó a su repertorio.
Creedme, no se impresiona a Karpov así como así, y menos entonces.
Confieso haber tenido mis dudas a la hora de elegir la partida de hoy, porque aunque su combate contra Karpov en Milán es de lejos su partida más famosa, no tengo claro si es la más instructiva. El problema es que Karpov es una víbora con muchísimo veneno en los colmillos, que Andersson consigue someter al final, sí, pero a costa de ímprobos esfuerzos y mediante recursos extraordinarios.
Frente a adversarios de menor calibre que el ruso, Andersson tuvo más margen para desplegar su inmenso talento posicional y ha impartido lecciones magistrales a docenas: cómo se crean y explotan dos debilidades (Andersson-Robatsch, Munich 1979), como se aprovecha la ventaja de espacio (Andersson-Gisbrecht, Bundesliga de Alemania 1999), cómo se combate el sistema erizo (cuando las negras no las lleva Andersson, se entiende, Andersson-Grünfeld, Olimpiada de Lucerna 1982), etc. etc.