La música: “Moonglow” de Lionel Hampton
Hay instrumentos musicales que parecen haber sido concebidos para un único, y específico, fin. El triángulo, por ejemplo, para conseguir que el típico inútil que no es capaz de entonar una nota ni por error haga el menor destrozo posible en la función de fin de curso. Si pretendes que una dulce doncella de la nobleza veneciana te deje trepar a su balcón, estás frito como hayas olvidado la mandolina en casa. Y está más claro que el agua que la gaita es un arma de destrucción (neurológica) masiva fabricada por los escoceses para, llegado el caso, convencer al resto de los británicos de que a lo mejor no estaría tan mal concederles la independencia.
En cuanto al vibráfono, yo casi juraría que se inventó para ser tocado por Lionel Hampton. Pensad en el instrumento por antonomasia del jazz, es decir, el saxo; es dar una patada en el suelo y empezar a salir saxofonistas pata negra por todos lados: que si Lester Young, Coleman Hawkins, Charlie Parker, Johnny Hodges, John Coltrane, Branford Marsalis… podríamos tirarnos así el día entero. Y si hablamos del piano, la trompeta o incluso la guitarra, pues casi lo mismo. Pero el vibráfono es otro asunto; grandes vibrafonistas ha habido, no lo niego, pero Lionel Hampton es el vibráfono hecho carne.
Para apreciar el calibre de Hampton hay que escucharlo en sus dos temas más emblemáticos, el volcánico “Flying home” y el aterciopelado “Moonglow”. Por su interés arqueológico tendría que haber escogido el primero, que es el equivalente al Australopithecus en la escala evolutiva del rock & roll. Pero ya sabéis que en este blog preferimos la música baja en calorías y encima tengo una versión de “Moonglow”, con Teddy Wilson acompañando al piano, que es sencillamente sublime. Wilson, como el triángulo o la gaita, también vino al mundo con una misión, en su caso la de arropar con sus dedos de miel canciones como esta.
Moonglow / Lionel Hampton
Moonglow / Lionel Hampton
Espero haber picado vuestra curiosidad sacando Flying home a la palestra, canción a la que ya le tiré los tejos en mi entrada sobre Illinois Jacquet. Si es así saciadla con la versión que Hampton grabó con su quinteto: se va a los 17 minutos y os lo garantizo, arde Troya.
Si por el contrario preferís algo en la línea de “Moonglow”, sabed que Hampton y Wilson también hicieron un trabajo más que convincente con The man I love, uno de los temas más aplaudidos de los hermanos Gershwin. Y una última recomendación: Louise, en este caso en colaboración con Stan Getz. En teoría el swing casi rolando a bob de Hampton debería mezclar fatal con el cool de Getz, pero ya sabéis que las apariencias engañan.
Aunque no es infinito, el número de posibles partidas de ajedrez es muy, muy alto. Claude Shannon, el padre de la teoría de la información, hizo un cálculo aproximado en 1950. Para que os hagáis una idea imaginad, como si estuviéramos viviendo en una novela de la edad dorada de la ciencia ficción, que cada átomo del Universo es, en sí mismo, un diminuto universo. Suponed a continuación que cada uno de dichos universos contiene un número de estrellas comparable al nuestro, y que alrededor de cada una de ellas orbita un planeta como la Tierra. Pues bien, reunid todos los granos de arena de todas las playas de todos los planetas en todos los atómicos microuniversos que cohabitarían este Universo nuestro y contadlos, si podéis, claro: pues ese es el número, partida arriba, partida abajo.
De donde se concluye que cada partida de las jugadas hasta ahora es prácticamente única e irrepetible. Ahora bien, volviendo del reves la célebre frase de Rebelión en la granja, algunas partidas de ajedrez son más únicas que otras. Por ejemplo, ¿cabe algo más inaudito que una partida en la que un bando entrega todas sus piezas y aun así gana?
Pues bien, tal partida existe y se disputó en el open de San Petersburgo de 1993 entre dos grandes maestros de rango medio, el entonces uzbeco, hoy norteamericano Grigory Serper, y el griego Ioannis Nikolaidis. La hazaña se había rozado un siglo antes, en el duelo Young-Dore, Boston 1892, donde Young lo sacrifica todo menos un caballo, que es el que da mate, aunque hay un pero importante: el ataque de Young es completamente erróneo y de haberse defendido Dore con precisión la partida hubiera sido suya. (Curiosamente Atkins y Jacobs repitieron la partida, jugada por jugada, en Londres, 1915, lo que dejaría un tanto en entredicho mi perorata sobre los granos de arena, si no fuera porque hay sospechas fundadas de que se trató de una broma).
En la Serper-Nikolaidis, por el contrario, no hay peros que valgan: la combinación de Serper es impecable. Tiene además un punto irreal, como de película; a diferencia de Dore, que se limita a hacer la ola ante la temeraria acometida de Young, Nikolaidis presenta un dura resistencia, forzando así al uzbeco a dar con una de las más pasmosas secuencias de jugadas que se han visto en un tablero. Antes me referí con cierta displicencia a Serper como un gran maestro de clase media. “Media-alta” hubiera sido más justo, porque durante un par de años, incluyendo el momento en que se disputó la partida, estuvo en el top-100. En cualquier caso, aquel día en San Petersburgo jugó tocado por la varita de los dioses.