La música: “A smooth one” de Members of the Benny Goodman Orchestra y “Seven come eleven” de Benny Goodman
No sé si conocéis la trágica historia de Evariste Galois. Galois fue un matemático francés de principios del diecinueve que, siendo poco más que un quinceañero, consiguió destripar a fondo un durísimo problema que había atormentado a los algebristas durante siglos, el de la resolución por radicales de las ecuaciones polinomiales.
Solo cabe especular qué hubiera dado de sí esta mente descomunal si se le hubiera dado tiempo, pero por desgracia no lo tuvo ya que murió en un duelo a pistola (se dice que por una riña de faldas) a los 20 años. Si hoy conocemos su obra es porque la noche anterior al fatídico lance, convencido de que había llegado su hora, la pasó recopilando frenéticamente sus resultados en un manuscrito-testamento que hizo llegar, al alba, a su amigo Auguste Chevalier. Acerca de este singular documento el matemático Hermann Weyl comentaría lo siguiente un siglo más tarde: “Si la carta debe juzgarse por la novedad y la profundidad de las ideas que contiene, entonces puede que sea el texto con más sustancia de toda la historia de la humanidad”.
Salvando las pertinentes distancias, Charlie Christian es el Galois del jazz. Él también murió jovencísimo, no llegó a cumplir los 26, aunque en su caso el “proyectil” que acabó con su vida, el mismo por cierto que se llevó por delante a tantos artistas contemporáneos de Galois, fue muchísimo más pequeño: el bacilo de Koch.
No vamos a descubrir ahora lo que la guitarra eléctrica ha significado para la música moderna, pero en los años treinta esto era difícil de prever: su estatus era comparable al del banjo, así que imaginaos. La amplificación acababa de inventarse pero no estaba muy claro para qué podía servir aquello. Charlie Christian, apenas un chaval pero que parecía haber estado tocándola un siglo, llegó, vio y venció. Tendrían que pasar décadas, literalmente, para que apareciese gente con nuevas cosas que decir con este instrumento.
Y la cosa no acaba ahí. Su incorporación a la escudería de Benny Goodman, el archiconocido “rey del swing“, en 1939, le brindó una excelente atalaya desde la que publicitar su talento, aunque tenía un pero: había que someterse a las restricciones estilísticas que el líder dictaba. Es por ello que en 1941 se convirtió en un fijo de las legendarias reuniones nocturnas en el Minton’s Playhouse de Harlem, donde compartió escenario, libre de ataduras, con luminarias como Dizzy Gillespie, Thelonious Monk y Kenny Clarke. Estas sesiones sin límite de kilometraje fueron criminales para su tuberculosis, pero allí es donde se parió el nuevo sonido del jazz, el bebop, que pocos años más tarde ocuparía el hueco que las grandes bandas habían dejado vacante durante la Segunda Guerra Mundial.
La única manera decente de rendir homenaje a semejante titán es con un tema mítico y “A smooth one” lo es. Se coció como por arte de magia el 13 de marzo de 1941, en Nueva York, mientras algunos miembros del sexteto de Benny Goodman, Christian entre ellos, improvisaban a la espera de que el jefe llegara para iniciar una sesión de grabación. Por pura casualidad, existe registro sonoro de esos momentos únicos (verían la luz posteriormente como “Waiting for Benny”). Tras un minuto y medio donde no ocurre nada serio, Christian esboza de repente las notas básicas de la melodía y sus colegas, con un estratosférico Cootie Williams (trompeta) a la cabeza, se desmelenan en una improvisación que ha pasado por méritos propios a la historia del jazz. Hay quién afirma que aquello tuvo que ser más un ensayo que una improvisación, porque parece imposible que una cosa tan redonda surgiese sobre la marcha, pero eso es faltarle el respeto al talento de estos bestias.
Ese mismo día, ya con Goodman al mando de las operaciones, se grabó una versión más pulida del tema con su título casi definitivo, “A Smo-o-o-oth One” (en los créditos, por cierto, Goodman figura como autor único de la pieza; privilegios de ser el jefe…). Es la única que se conserva con ambos; ese verano, la enfermedad apartó para siempre a Christian de los escenarios. Tiene más interés histórico que musical, la verdad, porque al tema aún le faltaba maceración. Con los años, el maestro Goodman le fue sacando brillo hasta llegarse al formato que podríamos considerar “canónico”. La versión que vais a escuchar me gusta especialmente, porque rebosa swing por los cuatro costados y es tan limpia y fresca como un bebé recién bañado.
Surge, no obstante, un problemilla. La canción está extraída de un recopilatorio de éxitos de la Big Band Era, donde se atribuye a “miembros de la orquesta de Benny Goodman”. No hay por qué dudarlo, lo hacen requetebién, pero es bastante obvio que el del clarinete no es Goodman. Pase que en una entrada dedicada a Goodman y Christian no escuchemos al segundo: como dije hace unas semanas las grabaciones de los cuarenta para atrás están vedadas en este blog por su deficiente sonido. Pero la de Goodman fue una longeva carrera, ajena a los vaivenes de las modas musicales, y sería un pecado dejaros marchar sin escucharle. Por suerte tengo la canción justa: “Seven come eleven”, un tema coescrito por nuestros dos protagonistas, en una estupenda versión de 1975 que forma parte del álbum del mismo nombre. A la guitarra George Benson, así que ese apartado está cubierto con la máxima garantía; y al clarinete el rey del swing, que a sus 66 años seguía luciendo la corona con la prestancia de sus mejores tiempos. No diréis que no os trato bien…
A smooth one / Members of the Benny Goodman Orchestra
A smooth one / Members of the Benny Goodman Orchestra
Seven come eleven / Benny Goodman
Seven come eleven / Benny Goodman
En años treinta Benny Goodman hizo historia en el jazz por partida doble: respaldado por una engrasadísima orquesta y los chispeantes arreglos de Fletcher Henderson, dio el pistoletazo de salida a la “era de las grandes bandas”; y con sus grupos reducidos, cuajados de solistas excepcionales (Teddy Wilson, Lionel Hampton, Gene Kruppa, el propio Christian…), definió el formato por excelencia en que esta música se expresaría en las décadas siguientes. (Y eso, por no hablar de otra cuestión de mucha más trascendencia, de la que otro día nos ocuparemos: tuvo la osadía de incorporar a músicos negros a su banda).
Ambas facetas de su música quedan perfectamente ilustradas en sendos magníficos álbumes de principios de los cincuenta, B.G. in Hi-Fi y Benny Goodman Sextet. Se nota el caché de nuestro hombre porque la calidad del sonido es más que notable, y solo los mejores estudios de grabación podían proporcionarla en esos años. El primero, del que es obligatorio destacar Stomping at the Savoy, uno de los más bailables y conocidos productos de la factoría Goodman, incluye como bonus algunas piezas interpretadas solo por cinco miembros de la orquesta: entre ellas, una versión tan solvente como cabe imaginar de Airmail special, la otra creación del team Goodman-Christian que, junto a “A smooth one” y “Seven come eleven”, ha alcanzado con los años el rango de absoluto estándar del jazz.
Siempre he pensado que el tipo de sexteto ideado por Goodman (piano, bajo, batería, viento, guitarra y vibráfono) es el vehículo perfecto para interpretar el jazz, y Benny Goodman Sextet es la muestra palpable de ello. Todos los cortes merecen la pena, pero la cristalina técnica de Goodman luce mejor en los más ágiles, Undecided por ejemplo.
Ya conocéis a las dos figuras más legendarias de la historia del ajedrez, Fischer y Capablanca. Por el contrario, si de la exclusiva lista de campeones mundiales hubiera que escoger al menos espectacular, temo que el soviético, de origen armenio, Tigran Petrosian, llevaría todas las de ganar.
El apellido le venía como anillo al dedo, porque así era su juego, granítico e impermeable. Su lema era “seguridad ante todo”: disfrutaba cercenando de raíz la más mínima posibilidad de ataque del adversario para después, bien blindada su posición, ir horadando lentamente sus defensas hasta encontrar un posible resquicio. Aunque tenía un colosal talento combinativo era muy raro verlo embarcarse en melées tácticas; lo usaba para evitar que lo embarcaran a él. Fischer, que no se destacaba precisamente por su generosidad para el halago, reconoció una vez que “por muy profundo que uno pensara, daba igual: Petrosian había husmeado el peligro 20 jugadas antes”.
En esta partida de 1960 que disputó contra Wolfgang Unzicker tenéis la posibilidad de disfrutar del armenio en toda su salsa. Unzicker fue el jugador más destacado de Alemania Occidental del periodo 1945-1970, lo que no es poco mérito si tenemos en cuenta que no se dedicaba en exclusiva al ajedrez (era juez de profesión). Seguro que le hubiera gustado sentar a Petrosian en el banquillo, porque la maldad con que este le aprieta las clavijas en la partida roza los límites del Código Penal. Especialmente célebre, por lo alevosa, es la caminata del rey blanco en las jugadas 29-35; no me cabe duda de que a fray Tomás de Torquemada le habría encantado.
Petrosian-Unzicker, Hamburgo 1960
Quizá mis comentarios os han llevado a pensar que el ajedrez de Petrosian es un completo tostón. En tal caso lo lamento porque ni mucho menos es así, como atestiguan, entre bastantes otras, las siguientes partidas:
- Petrosian-Kozali, Montevideo 1954 es una asombrosa lección de estrategia. Petrosian parece no hacer nada especial, e incluso no tiene problema en cambiar damas a pesar de llevar la iniciativa. Así y todo, y sin cometer ningún error ostensible, Kozali no le dura ni 30 movimientos.
- No era lo habitual, como ya se ha comentado, pero si Petrosian intuía que la situación era propicia podía perfectamente resolver la partida con un ataque directo al rey. El de Petrosian-Smyslov, Moscú 1961 apenas requiere el sacrificio de un alfil, pero es un gozo contemplar con qué sutileza desviste al monarca de todo un ex campeón mundial.
- El armenio era especialmente famoso por sus sacrificios posicionales de calidad. Medio en broma medio en serio llegó a decir una vez que la torre era su pieza favorita, porque podía sacrificarse por una pieza menor. Hort-Petrosian, Kapfenberg 1970 incluye uno muy instructivo.